3 Obras de San Agustín para iluminar la pastoral familiar


Para leer la Exhortación Amoris Laetitia del Papa Francisco en perspectiva patrística, es necesario leer estas tres obras clásicas de San Agustín:

Sobre el matrimonio y la concupiscencia


La indisolubilidad del matrimonio

La unión que cristaliza en la promesa matrimonial para siempre, es más que una formalidad social o una tradición, porque arraiga en las inclinaciones espontáneas de la persona humana. Y, para los creyentes, es una alianza ante Dios que reclama fidelidad: «El Señor es testigo entre tú y la esposa de tu juventud, a la que tú traicionaste, siendo que era tu compañera, la mujer de tu alianza [...] No traiciones a la esposa de tu juventud. Pues yo odio el repudio» (Ml 2,14.15-16). (Papa Francisco, Amoris laetitia 123)
Ya no se advierte con claridad que sólo la unión exclusiva e indisoluble entre un varón y una mujer cumple una función social plena, por ser un compromiso estable y por hacer posible la fecundidad. (Papa Francisco, Amoris laetitia 52)
Ciertamente, a los esposos cristianos no se les recomienda sólo la fecundidad, cuyo fruto es la prole; ni sólo la pureza, cuyo vínculo es la fidelidad, sino también un cierto sacramento del matrimonio -por lo que dice el Apóstol: Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia- (Ef 5,25). Sin duda, la res (virtud propia) del sacramento consiste en que el hombre y la mujer, unidos en matrimonio, perseveren unidos mientras vivan y que no sea lícita la separación de un cónyuge de otro, excepto por causa de fornicación (Cf Mt 5,32). De hecho, así sucede entre Cristo y la Iglesia, a saber, viviendo uno unido al otro no los separa ningún divorcio por toda la eternidad. En tan gran estima se tiene este sacramento en la ciudad de nuestro Dios, en su monte santo (Sal 47,2) -esto es, en la Iglesia de Cristo- por todos los esposos cristianos, que, sin duda, son miembros de Cristo, que, aunque las mujeres se unan a los hombres y los hombres a las mujeres con el fin de procrear hijos, no es lícito abandonar a la consorte estéril para unirse a otra fecunda. Si alguno hiciese esto, sería reo de adulterio; no ante la ley de este mundo, donde, mediante el repudio, está permitido realizar otro matrimonio con otro cónyuge -según el Señor, el santo Moisés se lo permitió a los israelitas por la dureza de su corazón-, pero sí lo es para la ley del Evangelio. Lo mismo sucede con la mujer que se casara con otro (Cf Mt 19,8-9; Mc 10,12).

Hasta tal punto permanecen entre los esposos vivos los derechos del matrimonio una vez ratificados, que los cónyuges que se han separado el uno del otro siguen estando más unidos entre sí que con el que se han juntado posteriormente, pues no cometerían adulterio con otro si no permaneciesen unidos entre sí. A lo más, muerto el varón, con el que existía un auténtico matrimonio, podrá realizarse una verdadera unión con el que antes se vivía en adulterio. Por tanto, existe entre los cónyuges vivientes tal vínculo, que ni la separación ni la unión adúltera lo pueden romper. Pero permanece para el castigo del delito, no para el vínculo de la alianza, igual que el alma del apóstata, que se separa, por decirlo de alguna forma, del matrimonio con Cristo: por más que haya perdido la fe, no destruye el sacramento de la fe, que recibió con el baño de la regeneración. Sin duda, le sería devuelto al tornar, si lo hubiera perdido alejándose. Pero quien se haya separado lo tiene para aumento del suplicio, no para mérito del premio.

La degradación del matrimonio

El acompañamiento debe alentar a los esposos a ser generosos en la comunicación de la vida... Es preciso contrarrestar una mentalidad a menudo hostil a la vida (Papa Francisco, Amoris laetitia 222)
Sin embargo, una cosa es no unirse sino con la sola voluntad de engendrar, cosa que no tiene culpa, y otra apetecer en la unión, naturalmente con el propio cónyuge, el placer, cosa que tiene una culpa venial. Porque, aunque se unan sin intención de propagar la prole, por lo menos no se oponen a ella, a causa del placer, con un propósito ni con una acción mala. Pues los que hacen esto, aunque se llamen esposos, no lo son ni mantienen nada del verdadero matrimonio, sino que alargan este nombre honesto para velar las torpezas. Manifiestan abiertamente su malicia cuando llegan al extremo de abandonar a los hijos que les nacen contra su voluntad. No quieren alimentar o tener consigo a los hijos que temieron engendrar. De manera que, al mostrarse despiadados con los hijos engendrados contra sus deseos ocultos y nefandos, ponen de manifiesto toda su iniquidad, y con esta evidente crueldad descubren sus ocultas deshonestidades. A veces llega a tanto esta libidinosa crueldad o, si se quiere, libido cruel, que emplean drogas esterilizantes, y, si éstas resultan ineficaces, matan en el seno materno el feto concebido y lo arrojan fuera, prefiriendo que su prole se desvanezca antes de tener vida, o, si ya vivía en el útero, matarla antes de que nazca. Lo repito: si ambos son así, no son cónyuges, y, si se juntaron desde el principio con tal intención, no han celebrado un matrimonio, sino que han pactado un concubinato. Si los dos no son así, digo sin miedo que o ella es una prostituta del varón o él es un adúltero de la mujer.

Los tres bienes del matrimonio cristiano

Muchas parejas de esposos no pueden tener hijos. Sabemos lo mucho que se sufre por ello. Por otro lado, sabemos también que «el matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación [...] Por ello, aunque la prole, tan deseada, muchas veces falte, el matrimonio, como amistad y comunión de la vida toda, sigue existiendo y conserva su valor e indisolubilidad» (Papa Francisco, Amoris laetitia 178)
Ahora bien, en el matrimonio se deben amar los bienes peculiares: la prole, la fidelidad, el sacramento. La prole no sólo para que nazca, sino para que renazca [por el bautismo], pues nace a la pena si no renace a la vida [por el bautismo]. La fidelidad no como la conservan los infieles, que sufren celos carnales; pues ¿qué hombre, por impío que sea, quiere una mujer adúltera? ¿O qué mujer, por impía que sea, quiere un marido adúltero? Tal fidelidad, en el matrimonio, es un bien natural, pero carnal. Por el contrario, el miembro de Cristo debe temer el adulterio del cónyuge por el mismo cónyuge, no por sí mismo, y ha de esperar del mismo Cristo el premio a la fidelidad conyugal que propone al cónyuge. En cuanto al sacramento -que no se destruye ni por el divorcio ni por el adulterio-, éste ha de ser guardado por los esposos casta y concordemente; es el único de los tres bienes que por derecho de religión mantiene indisoluble el matrimonio de los consortes estériles cuando ya han perdido enteramente la esperanza de tener hijos, por la que se casaron.

    Sobre las uniones adulterinas 

    CAPÍTULO VII: Separación paulina solo por adulterio

    Hay que alentar a las personas divorciadas que no se han vuelto a casar —que a menudo son testigos de la fidelidad matrimonial— a encontrar en la Eucaristía el alimento que las sostenga en su estado. (Papa Francisco, Amoris laeticia 242)
    Pero el bienaventurado Apóstol, o mejor, el Señor por medio del Apóstol, no permite que la mujer se separe de su marido no adúltero; luego solo queda el prohibir volver a casarse, si se separa, a la que permite separarse de un adúltero. Porque cuando se le dice que no vuelva a casarse, si se va, se le permite irse con esa condición: que no vuelva a casarse... Pero es culpable si se separa de su marido no adúltero, aunque permanezca soltera. Luego se manda que permanezca soltera al separarse a la que se separa de su marido adúltero.

    CAPÍTULO IX: Textos sinópticos sobre adulterio


    Marcos dice en su evangelio: todo el que abandonare a su mujer y se uniere con otra, comete adulterio sobre ella; y si la mujer abandonare a su marido y se uniere a otro, comete adulterio (Mc 10,11-12). Y Lucas escribe: todo el que deja a su mujer y se une con otra, comete adulterio; y el que se casa con la abandonada, comete adulterio (Lc 16,18). ¿Quiénes somos nosotros para decir: hay quien comete adulterio por abandonar a su mujer y casarse con otra y hay quien, haciendo eso mismo, no comete adulterio, cuando el Evangelio afirma que todo el que haga eso comete adulterio? Por lo tanto, si comete adulterio todo el que haga eso, esto es, todo el que abandone a su mujer y se case con otra, sin duda quedan comprendidos ambos, el que lo hace sin causa de adulterio y el que lo hace con esa causa. Eso es lo que significa quienquiera que abandonare, esto es, todo el que abandona.

      CAPÍTULO XII: El cónyuge adúltero abandonado no deja de ser cónyuge


      ¿Cómo será verdad lo que el evangelio según Lucas pone a continuación: comete adulterio quien se casa con la mujer abandonada por su marido? (Lc 16,18) ¿Por qué comete adulterio sino porque esa mujer es mujer ajena mientras viva el que la abandonó? Porque no comete adulterio el que se une a su mujer propia. Luego, si comete adulterio, la mujer es ajena. Y si es ajena, es de aquel que la abandonó, pues, aunque la haya abandonado por causa de adulterio, no ha dejado de ser su mujer. Si hubiese cesado de ser su mujer, sería ya del otro que la tomó; y si era de éste, no sería ya él adúltero, sino marido, mientras que la Escritura le llama adúltero y no marido; luego es todavía del otro que la abandonó por causa de adulterio. De donde se sigue que es adúltera toda mujer que se une al que abandonó a su esposa, pues se une con el marido ajeno. Y si consta que es adúltera esa mujer que él toma, no puede dejar de ser adúltero él mismo.

      CAPÍTULO XVIII: permisión cristiana de matrimonio dispar

      El número de familias compuestas por uniones conyugales con disparidad de culto, en aumento en los territorios de misión, e incluso en países de larga tradición cristiana, requiere urgentemente una atención pastoral diferenciada en función de los diversos contextos sociales y culturales. (Papa Francisco, Amoris laetitia 248)
      Es posible que uno de los dos cónyuges no sea bautizado, o que no quiera vivir los compromisos de la fe. En ese caso, el deseo del otro de vivir y crecer como cristiano hace que la indiferencia de ese cónyuge sea vivida con dolor. (Papa Francisco, Amoris laetitia 228)
      Cuando el Evangelio comenzó a predicarse a los gentiles, encontró a los gentiles mezclados; si creía tan solo uno de los cónyuges, pero el no cristiano consentía en cohabitar con el cristiano, no debía prohibirse al cristiano de parte de Dios abandonar al gentil, pero tampoco debía obligársele a ello. No debía prohibirse, porque la justicia permite separarse del adúltero, y el adulterio del gentil es mayor en su corazón, y no puede hablarse de su pureza con el otro cónyuge cuando está escrito: todo lo que no proceda de la fe, es pecado (Rm 14,23). Con todo, es verdadera la pureza del cónyuge cristiano con el pagano, aunque la de éste no sea verdadera. Tampoco debió imponerse la separación entre cristiano y no cristiano, pues cuando ambos cónyuges gentiles se unieron, no obraron contra el precepto del Señor.
      [...]

      Una cosa es el imperio del Señor que manda, y otra el consejo fiel de un consiervo según la misericordia caritativa que el Señor le ha inspirado y otorgado. Allí no es lícito hacer otra cosa. Aquí, sí, porque lo lícito, a veces, puede ser conveniente y, a veces, inconveniente. Es conveniente cuando lo permite no solo la justicia delante de Dios, sino que a ningún hombre se pone obstáculo para la salvación. Así, por ejemplo, el Apóstol aconseja a la virgen que no se case, pues sobre ese punto declara que no tiene precepto del Señor; es lícita otra cosa, esto es, casarse y contentarse con el bien de las nupcias, aunque sea inferior al de la continencia; y además de lícito, es conveniente, porque en la honestidad del matrimonio se encauza la flaqueza de la carne, que iba a deslizarse a lo prohibido e ilícito, de manera que a nadie se impide la salvación; más conveniente sería y más honesto que la virgen tomase el consejo sin que la obligase un precepto. En cambio, es inconveniente lo lícito cuando está permitido, pero el ejercicio de esa permisión trae a otros un impedimento de salvación. Así, por ejemplo, esta separación de cónyuges, cristiano y gentil, de la que tanto hemos hablado. El Señor no la prohíbe por un precepto de la ley, porque en su divina presencia la separación no es injusta; pero la prohíbe el Apóstol con un consejo de caridad, porque acarrea a los gentiles un impedimento de salvación; no solo porque se les escandaliza ruinosamente al hacer que se sientan ofendidos, sino también porque, una vez abandonados, esos cónyuges paganos contraen, en vida de los que los han abandonado, otras uniones adulterinas, que con muchísima dificultad se rompen.

      CAPÍTULO XIX: El consejo de no abandonar al cónyuge gentil se ordena a la conveniencia


      Cuando lo lícito es inconveniente, no puede decirse: si abandona al gentil, obra bien; y si no lo abandona, obra mejor, como se dijo: quien casa a su hija, obra bien; y quien no la casa, obra mejor (1Co 7,38). Aquí ambas cosas son lícitas, puesto que ningún precepto del Señor obliga a adoptar una alternativa, y son también convenientes, aunque una más y otra menos; por eso, el consejo del Apóstol invita a los que pueden comprender a seguir lo más conveniente. Cuando se trata de romper o no romper el matrimonio con el no cristiano, ambas cosas son también lícitas en cuanto a la justicia delante de Dios, y por eso el Señor no prohíbe ninguna de las dos alternativas; pero no son ambas convenientes por la flaqueza de los hombres; y por eso el Apóstol prohíbe la que es inconveniente. El Señor le da libertad para prohibirlo, puesto que ni el Señor prohíbe lo que aconseja el Apóstol ni el Señor manda lo que el Apóstol prohíbe. Si no fuese así, ni el Apóstol aconsejaría nada contra la prohibición del Señor ni prohibiría nada contra el mandato del mismo. Vemos, pues, que en esas dos causas, la de casarse o no casarse y la de abandonar o no abandonar al cónyuge gentil, hay en las palabras del Apóstol algo de semejante y también de desemejante. Semejante en lo que allí dice: no tengo precepto del Señor, pero yo doy consejo (1Co 7,25), y lo que dice aquí: digo yo, no el Señor. Tanto vale el no tengo precepto del Señor como el no dice el Señor (1Co 7,12). Y tanto vale el consejo doy como el digo yo. Pero también hay algo que es desemejante; cuando se trata de casarse o no casarse, puede decirse: esto está bien hecho, aquello mejor, porque ambas cosas son convenientes, una más y otra menos. En cambio, cuando se trata de abandonar o no abandonar al cónyuge infiel, un extremo es conveniente, y el otro inconveniente, y por eso no puede decir: quien abandona, obra bien; y quien no abandona, obra mejor; sino que debe decir: no abandone, porque, aunque es lícito, no es conveniente. En este sentido, podemos decir que es mejor no abandonar al cónyuge no cristiano, aunque es lícito abandonarlo, puesto que decimos rectamente que lo que es lícito y conveniente es mejor que lo que es lícito pero inconveniente.

      CAPÍTULO XXI: El consejo paulino se refiere al matrimonio dispar advenido

      Atiende y planteemos este asunto en palabras más claras como para considerarlo ante nuestros mismos ojos. He aquí dos cónyuges de una misma paganidad. Así eran cuando contrajeron matrimonio. Aquí no se da ese problema, que pertenece al mandato del Señor, a la doctrina apostólica y al precepto del Antiguo y Nuevo Testamento, por el que se prohíbe al cristiano contraer matrimonio con el pagano. Ya están casados y ambos son paganos; lo son como lo eran antes de contraer y cuando contrajeron. Llega un predicador del Evangelio, y uno de los cónyuges se hace cristiano, pero de modo que la parte pagana consiente en la cohabitación con la parte cristiana. ¿Manda el Señor que el cristiano abandone al no cristiano o no lo manda? Si dices que lo manda, reclama el Apóstol: lo digo yo, no el Señor. Si dices que no lo manda, te pregunto la causa. Y no me darás aquella respuesta que pones en tu escrito: "Porque el Señor prohíbe que los cristianos contraigan con los no cristianos". Ya ves que aquí no se trata de eso; hablamos de los que ya han contraído, no de los que van a contraer. Si tú no hallas la causa de que no prohíba el Señor lo que prohíbe el Apóstol, por lo menos ya ves, a mi juicio, que no es la que tú pensabas. Mira, si es quizá la que me pareció a mí, la que entonces propuse y ahora defiendo, a saber: hemos de entender que el Señor dice lo que propone la justicia, que ante Dios no puede ser violada, esto es, lo que manda o prohíbe, de manera que no sea lícito en absoluto hacer otra cosa; en cambio, lo que deja a discreción del agente, de modo que no sea ilícito el hacerlo ni el omitirlo, eso lo deja al consejo de sus siervos para que ellos aconsejen lo que estimen conveniente.

      Póngase aquí el primero y principal empeño en no cometer cosas ilícitas. Pero cuando algo es lícito, de modo que el hacer lo contrario no sea ilícito, hágase lo que conviene o lo que más conviene. Porque las cosas que el Señor manda como Señor, esto es, no con el consejo de quien amonesta, sino con el imperio de quien domina, no es lícito, ni, por ende, conveniente, el no hacerlas. Así, Dios mandó: que la mujer no se separe del marido; que, si se apartare (por la única causa que hace lícita la separación), se quede soltera o se reconcilie con su marido (1Co 7,10-11). Porque la mujer casada, mientras viva el marido, está ligada con la ley. Además, viviendo su marido, será llamada adúltera si se va con otro marido (Rm 7,2-3). Porque la mujer está ligada mientras su marido vive (1Co 7,39). Por donde, si la mujer deja a su marido y se casa con otro, comete adulterio (Mc 10,12); y el que se casa con la abandonada, comete adulterio (Mt 19,9). De donde se sigue por el mismo precepto del Señor: y el varón no abandone a su esposa (1Co 7,11), porque el que repudia a su esposa, fuera del caso de fornicación, la induce a adulterio (Mt 5,32). Y si la abandonare por esa causa, permanezca como está, ya que todo el que abandona a su mujer, y toma otra, comete adulterio (Lc 16,18).

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